CINES DE VERANO
A pesar
del empeño de la modernidad existente en los tiempos que corren por abolir
ciertas costumbres, no siempre lo consigue. Existen afortunadamente todavía
paraísos donde el ciudadano se siente libre de peligros que lo acechan, una muestra
evidente la constituyen los cines de verano, allí parecemos estar afuera de
todo, emancipados, independientes, invadidos por una sugestiva voluptuosidad.
Entonces, cuando entramos en estos recintos al aire libre, se establecen las
más variopintas versiones de la felicidad y la dicha, podemos desde el primer
momento sin ataduras y con toda confianza recorrer los laberínticos asientos en
busca del lugar preferido, repantigarnos y cambiar de postura en las incómodas
sillas (a no ser que un cojín de los sillones del salón de casa nos salve),
dejándonos llevar de este modo por la brisa de la noche veraniega para
disfrutar de dos películas que no hemos podido ver durante el invierno en salas
cerradas, acompasado y aderezado todo con algunos elementos que conforman el
placer y la ventura de nuestro particular emplazamiento empíreo: el sonido de
fondo del crujir de las pipas y palomitas en decenas de bocas a coro, voces,
susurros y murmullos de la concurrencia, junto al sonoro chasquido que produce
el abrir de bolsas de plástico y luego el papel de aluminio cuando los
parroquianos decidimos en cualquier momento comernos el sabroso bocadillo,
además, no dudando en ir las veces que sea preciso al aseo o a la cantina del
sitio donde podemos encontrar todo tipo de bebidas que pronto saborearemos sin
ningún remilgo después de ingerirlas a gollete, y como brindis final para
celebrar la relajada velada, también vendrán acompañando a ese airecillo casi
siempre asfixiante que nos procuran las noches veraniegas, unas bocanadas de
humo que los emocionados espectadores espiran inmediatamente de suministrar
grandes caladas a sus cigarrillos, regaladas expresamente a los no fumadores o
exfumadores, proporcionando de esta manera una acompasada orquesta de
sensaciones.
En
la bella y olvidada ciudad de Recuerdo donde vivimos siempre hubo varios cines
de verano, y existió desde tiempos pasados la costumbre de acudir a ellos, bien
a los que se hallan en pedanías o pueblos de la región con playas o sin ellas.
Nosotros desde bien chicos íbamos según correspondía por el circunstancial
emplazamiento, con la pandilla de los amigos de la playa o con la caterva de
los pocos camaradas que en verano quedaban en la urbe, y hemos de reconocer
que, ahora de adultos cuando regresamos de vez en cuando, esta saludable
costumbre no ha perdido su encanto, seguimos sintiendo esa acompasada orquesta
de sensaciones de siempre. Estamos seguros de que nuestros hijos que ya iban
acompañándonos de pequeños, habrán percibido también las mismas o parecidas impresiones
y emociones, ellos serán a pesar de la modernidad de los tiempos que corren los
que velarán para que algún día un negociante, un economista oportuno o un
experto en nuevas tecnologías no se le ocurra la brillante idea de inventar
algo que pueda sustituir esta maravillosa, conveniente y provechosa tradición
de ir a los cines de verano.
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