LA
LLAMADA
Yo
llamaba todas las noches a ese teléfono desde mi despacho, en el
fondo a sabiendas de que nadie tomaría el auricular y se lo llevaría
a la oreja, nadie contestaría a mi llamada, a pesar de todo y
mientras tomaba el aparato al mismo tiempo que miraba a la calle por
la ventana del despacho el viejo rótulo iluminado de color azul
pálido, continuaba llamando durante un rato después de cenar, pues
mi vida anodina no invitaba a otra cosa en aquella época que mirar a
la calle por la ventana de mi despacho y hacer la llamada, mi fiel
aburrimiento se abastecía de inventar esa especie de juego, si es
que se le puede llamar juego a esas actividades, digamos, ocultas. Yo
no dejaba pasar ni una sola noche en la que no llamara a aquél
maldito número que tenía tatuado en mi memoria, ojalá lo hubiera
olvidado, siempre me dijeron que el tiempo todo lo borra, pero en
este caso no se cumplía la prerrogativa, a mí el dichoso teléfono
no se me olvidó nunca. El caso es que no sabría explicar cuándo lo
registré por primera vez, si es que hubo una primera vez, la verdad
es que tuvo que haberla, aunque ya no me acuerdo, quizás lo vi en
algún anuncio del periódico, en el rótulo de algún edificio o yo
que sé dónde demonios lo pude ver, tal vez alguien lo dejara
olvidado en un papel apuntado encima de mi despacho y que luego más
tarde anduviera de cajón en cajón por mi casa, no sabría ahora
decirlo, lo único que tengo claro es que el número parecía sonar
en mi cabeza y cuando llegaba la hora, como he dicho antes, siempre
después de la cena, alguien me dictaba sigilosamente la numeración,
alguien me susurraba al oído: llama, llama, llama...
He de reconocer que siempre
albergué la esperanza de que por lo menos lo cogieran una sola vez,
por eso yo me decía para mi adentros, seguro que hoy te contestarán,
pero nunca jamás a lo largo de estos últimos años nadie contestó
a mis llamadas, nadie quiso cumplir y satisfacer lo que yo
consideraba ya más que un juego, un capricho, una ilusión, el deseo
de ver cumplido un sueño; mientras tanto sonaba al otro lado del
hilo telefónico el tono, y yo me decía cógelo, cógelo, maldita
sea, pero por qué no lo coges...
Así
fueron pasando los días, los meses, los años, de esa manera fue
creciendo mi ansiedad porque al otro lado, alguien, quienquiera que
fuera, que hiciera el simple gesto, la nimia ostentación de levantar
el auricular, aunque tan sólo fuera en señal de agradecimiento por
tantos años de constancia, ya que desde que llamé por primera vez
un sábado cualquiera de un año cualquiera, momento inaugural aquél
en el que serían las diez de la noche, después de cenar e insistí
durante un rato y no dejé de hacerlo, miles, millones de llamadas
diría yo que habré hecho en estos últimos años, pero nunca nadie
tuvo el coraje de contestar, ahora que ha pasado tanto tiempo me
pregunto los motivos por los que no me contestaron, a saber...
Durante estos últimos años,
después de la media noche, cuando me acostaba en mi camastro antiguo
e imaginaba el lugar, era capaz de ver un despacho de oficina, con
muebles antiguos, algún cuadro arcaico en las paredes corroídas por
la humedad que había levantado la pintura barata, una leve
iluminación, un cuarto donde casi dañaba el silencio sepulcral
nocturno, el triste, sucio y sombrío lugar donde sonaba el teléfono
y donde de golpe yo era capaz de oír los timbrazos del teléfono de
mi propia llamada al otro lado.
Hoy
que casi puedo abrazar la muerte he despejado por fin la incógnita,
hoy puedo saber por qué nadie tomó el teléfono durante todas las
noches de los últimos años, ya he conocido el motivo por el que me
menospreciaron mis llamadas, y ningunearon mis ansias de satisfacer
ese deseo, y hay que ver qué ingenuo fui durante todos aquellos
años, pues he sabido finalmente y con lágrimas en los ojos que en
los últimos años estuve llamando al antiguo edificio que está en
enfrente del mío, y me he emocionado mucho al comprobar cuando esta
noche después de cenar he llamado como de costumbre y después de
muchos tonos, lo han cogido, increíblemente alguien se ha tomado la
molestia de coger el teléfono, una voz delicada pero firme al mismo
tiempo ha dicho: “Funeraria Saturnino dígame”, y yo
prácticamente sin salirme la voz del cuerpo, he acertado a
agradecerle de todo corazón todo este tiempo de espera, todos estos
años en que no han atendido mis llamadas, y que en realidad no
quería nada en concreto a esas horas, le he pedido por favor que me
disculpara, que todo era simplemente un juego, el capricho de un
hombre que no tiene nada que hacer y que después de la hora de cenar
y hasta pasado un buen rato marca un número de teléfono que quedó
grabado hace muchos años en su memoria, también le he comentado sin
un rastro de rencor que por qué hoy sí ha sentido mi llamada, y él
con su dulce voz me ha contestado con una ejemplar simpleza que
siempre después de cenar abandona la Funeraria un ratito y suele
salir a dar un paseo por las inmediaciones del edificio, y luego al
volver de dar el paseo mira en el tablero de la centralita los
números que han quedado grabados y este teléfono, el mío, sin
tener un motivo claro nunca le interesó, no se tomó jamás la
molestia de devolverme la llamada.
(Este relato pertenece a mi libro: Llegarás a Recuerdo (Azarbe, 2.007), pero previamente se publicó como inédito en la Revista Barcarola de Albacete. Número 71-72).
(Portada de Francisca Fe Montoya)
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