LA DOCTORA
Nada más entrar en la consulta, el médico me espetó con enorme
frialdad que le había dado el día, y yo, que aún estaba
consternado por el largo viaje desde mi ciudad de provincia a Madrid,
ni siquiera pude reaccionar, oía decir varios improperios al doctor,
y yo seguía sin dar crédito a la situación. Pero poco a poco fui
comprendiendo a ese hombre, a aquél médico que atravesaba una
transitoria crisis.
Por lo sabido después por mí, la doctora que me atendía
habitualmente, estaba enferma, y este compañero la estaba
sustituyendo, yo era el único paciente citado aquella mañana oscura
y gris en su Centro Médico de la calle Madre de Dios, en Pio XII de
Madrid.
Por lo tanto estaba claro, mi visita a aquella consulta estaba de
más. Ya poco le importaba al galeno que el electrocardiograma y las
demás pruebas que me realizó, salieran bien, es decir, que mi salud
fuera muy buena. Sin duda había mejorado del infarto, pero el ánimo
se me ensombreció, echaba de menos a mi doctora, no lo podía
evitar, si yo hubiera sabido que ella no estaría, por supuesto no
habría ido ese día a Madrid. Pero así es la vida, y por eso el
doctor, después de practicadas todas la pruebas pertinentes, cuando
ya nos despedíamos, me dio un apretón de manos, creo que sincero,
y ahí pude vislumbrar… Yo miraba ahora fijamente a aquellos ojos
casi anegados en lágrimas, y veía que su verdadera pena no
consistía en que yo fuera el responsable de aquella situación, no,
lo que a él le había realmente dolido y preocupado profundamente,
era que mi doctora, su compañera, no fuera aquél día a pasar
consulta. Y por lo apreciado posteriormente por mí, había algo más,
algo que hacía que ése no estar de ella en el Centro Médico por la
mañana, le causaba a él una profunda melancolía, una fuerte
nostalgia, pues no poder sentir como sentía habitualmente su
perfume, aquella mirada penetrante, su sonrisa tierna, los gestos
delicados, las maneras precisas, y sobre todo no poder desnudarla
lentamente después de acabar las consultas (él la tenía junto a la
de ella) y hacerle el amor encima de la camilla donde se le
practicaban los electrocardiogramas a los pacientes, todo lo que a él
le gustaba, y le enloquecía.
Ésa era la verdadera pena del abatido doctor, que sin lugar a dudas
no podía ya vivir ni una simple mañana sin ella, aunque llevaran
casi treinta años casados, todo era como el primer día.
(La doctora. Oleo, Juan Mirasierra)
Relato publicado en el Periódico El Noroeste el 2-10-2.010
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